El pan de antes y el de ahora.
Relato de un amigo:
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Aún recuerdo cuando siendo un niño me enviaban a comprar pan no muy lejos de casa, a unos 100 metros, donde se encontraba la panadería de Teresa.
El olor de aquel lugar me parecía un misterio porque el pan no conservaba ese aroma tan asombroso. Imaginaba que Teresa hacía algún dulce especial que yo nunca había llegado a ver, ni a probar. Así que, para mí, aquella panadería era un lugar enigmático y, hasta cierto punto, mágico.
El lugar era muy elemental, pues no tenía ni siquiera una zona dedicada a atender al público. Directamente entrabas a la panadería y allí estaba el horno y las grandes mesas donde trabajaban, y no muy lejos gran cantidad de madera de olivo. A Teresa también le llevaban pimientos para que los asase en su horno, sin que cobrase nada por esa tarea.
Cuando ella se retiró del trabajo, se quedó su hijo con el negocio, y durante unos años lo mantuvo sin cambios, pero llegó el viento del progreso que arrastró la panadería hasta un polígono industrial. Se deshicieron del horno de leña y compraron uno bien moderno que, al principio, no lograban dominar.
En las primeras semanas aquel pan no había manera de comérselo. Unos meses después se supo que ante la pérdida de ventas le dieron parte del pan a un mulo que la palmó.
Unos años más tarde la panadería se integró con otras y el hijo de Teresa dejó su trabajo. Desde entonces, hacer pan dejó de ser una tarea cautivadora, para pasar a ser una cuestión de cronometraje y minimización de costes. Con el progreso, la calidad del pan fue a peor y al mismo tiempo se fue encareciendo. Una extraña oferta que todos aceptamos sin oponernos.
En la actualidad, si queremos pan de calidad lo tenemos que pagar como si fuese un artículo de lujo que nos venden en las boutiques del pan. Artículos gourmet que vienen a este mundo con un plan de marketing debajo del brazo. El pan que hacía Teresa, con aquella cercanía, se perdió para siempre.
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